vio una luz eterna y cayó por ser feliz.
Se abrió una brecha junto a aquel otro golpe
que aún no había curado y no lo hará nunca.
El pedestal donde sentía
ahora es más bajo, más terrenal,
la luz tiene final, tiene sentido.
Volvió a caer, esta vez por el peso de algo ajeno,
y la herida irremediable fue aún mayor que la anterior
-aún supurando- junto al golpe incurable.
Al tiempo, casi ni un bordillo era el pedestal donde sentía,
la luz era un reflejo de otra luz en otros ojos,
la caída un rebote de los golpes de otros días.
Una nueva cicatriz se acumulaba -dolorosa- junto a las anteriores:
irremediable, supurando, incurable.
No se acerca ya -¡cuidado, daño!- al antiguo pedestal donde sentía.
El interruptor en eterno apagado y olvidado
tras una pared de autoimpuesta razón.
Las cicatrices en su orden cronológico invertido:
...dolorosa, irremediable, supurando, incurable.
El último sentimiento (el yo, el miedo, la sonrisa luminosa, la esperanza, el sueño)
quedará guardado para siempre hasta elevarse, ya sin hueco para cicatrices,
al podio interminable de la herida mortal.