miércoles, 28 de mayo de 2008

Lluvia cíclica

…para que nunca dejase de dar vueltas el autobús a través de la ciudad. Ya habían pasado esa plaza siete veces hoy. El conductor sabía perfectamente que aquella chica no se había bajado aún desde las 4 de la tarde, pero no se atrevía a decirle nada. Sus ojos reflejaban una felicidad efímera que él sabía que era producida por el calor del autobús, por la velocidad de los edificios al pasar, por el anonimato que le proporcionaban los cristales mojados que daban a las calles. Pero era eso, efímera, y él lo dejó estar. Su mirada, intranquila, no dejaba de mandarle señales de socorro que él percibía en silencio, reflejadas en el espejo retrovisor, mientras el bus no dejaba de dar vueltas a la ciudad, parando cada 2 minutos para que entrase y saliese gente.
Eran las once, hora del último trayecto. Mientras esperaba a que se subiesen los primeros pasajeros en la primera parada, el conductor se levantó de su pequeño fortín y se dirigió al asiento contiguo al de la chica. Me llamo Ramón. Ella no contestó, ni siquiera se giró para mirarle. Él podía ver su cara reflejada en el cristal. Tenía una mirada que se perdía en la lluvia afuera y que parecía humedecida por su sola visión. Sabes que un billete solo te da derecho a ir o venir una vez, ¿no? ¿Lo sabes? La bufanda de la chica en su regazo se tensó como el tendón de una rodilla al esquivar una bala. No te preocupes, estás perdonada. No te voy a hacer pagar los 23 trayectos. La gasolina ya está pagada y a la calefacción te invito yo. La pequeña broma sólo produjo silencio. Bueno, éste ya es el último trayecto que hago. Luego llevaré el autobús al taller y allí no vas a poder quedarte. ¿Tienes adónde ir? La cara reflejada de la chica se difuminaba cada vez más entre las gotas del exterior y el vaho del interior, mientras que un trozo de su cuello se divisaba entre el grueso jersey y el cabello negro. Un pequeño movimiento dio la esperanza a Ramón de que le fuese a mirar, pero fue una esperanza pasajera, veloz, casi imperceptible, como el inesperado flash de una cámara en una multitud. Tennngo queeeeesto, tengo que proseguir con mi trabajo, que ya me inundan las ganas de llegar a mi casa. Supo que ese comentario se lo debía de haber ahorrado. La chica no hizo ningún gesto al respecto, pero él lo supo. Solo había un silencio incomodo. Adiós.
Después de once paradas, nueve pasos de cebra, quince semáforos, veinticuatro personas, tres frenazos inoportunos, el beso de una pareja y dos miradas furtivas que se perdieron en el tiempo como se pierden los suspiros, la chica se levantó, se dirigió a la puerta y tocó el botón para solicitar a Ramón que parase en la siguiente. Esa fue la única vez que éste le oyó hablar y ni siquiera ella uso sus labios sino sus dedos. Parada solicitada. Se paró el autobús irremediablemente, se abrieron las puertas de atrás y tras un dubitativo paso y una mirada al espejo retrovisor, la chica se apeó pisando una baldosa falsa en la acera que le salpicó los leotardos marrones.
Ramón la vio alejarse mojándose y distorsionada por las gotas de lluvia en el espejo derecho. No tenía rumbo fijo aún, pero lo que sí sabía es que no quería llegar nunca allí. No quería pisar de nuevo aquella casa. Le llovían los hombros cansados.
Ramón metió segunda, tercera y cuando en quinta ya se dirigía hacia el taller deseó haber conducido toda la noche para que nunca dejase de dar vueltas el autobús a través de la ciudad.

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