martes, 12 de febrero de 2008

Tren de vida.

Aquella tarde al llegar me encontré, al fondo de la habitación, un televisor encendido y en negro. Sabía que estaba encendido porque no todos los negros tienen el mismo color. Éste poseía esa vitalidad que precede al movimiento, como cuando justo antes de encender la luz de tu cuarto, ya puedes ver nítidamente lo que te vas a encontrar.
Una silla observaba, vacía, la televisión.
Nada más.
La puerta se cerró y me dejó dentro. La luz del sol entraba insultante por la ventana y por una pequeña rendija entre las tablas del techo. Era una casa vieja.
Al mirar fijamente y de cerca al televisor, pude observar cómo mi cara se había quedado pálida sobre el negro y la sangre había dejado de brotar de mi cuello.
Nadie me dijo que había que traerse unos auriculares al morir. Ahora, cuando empieze mi película, no voy a poder oirla y no recuerdo si había puesto subtítulos.

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